El mes de febrero nos trae cada año la memoria agradecida de dos grandes apóstoles del mundo obrero: Guillermo Rovirosa y Tomás Malagón, cuyo aniversario de fallecimiento celebramos el día 27.
No está de moda lo de ser apóstoles, ni siquiera entre bastantes militantes cristianos, que abducidos por la posmodernidad reniegan de lo que significa la palabra porque suena a antigua y a demasiado eclesial. Tampoco está de moda lo de ser obrero. Mejor ser clase media, trabajadores, renegar de identidades y orígenes que también suenan a antiguos y trasnochados.
Preferimos otro lenguaje más actual, decimos, aunque eso suponga renunciar a la identidad, a la vocación, y a la misión en la que podemos reconocernos como seguidores de Jesús. La constante novedad instantánea de nuestros tiempos –«rapidación», la llama el papa Francisco– nos cautiva y arrastra, como si de esa manera encontráramos mejores caminos de humanización y encuentro con nuestras hermanas y hermanos.
Pero en este día hacemos memoria de dos apóstoles –enviados por la Iglesia a anunciar con su vida la Buena Noticia de la salvación que trae a todos Jesucristo– del mundo obrero, que vivieron el santo orgullo de ser obreros y se hicieron últimos con los últimos, aunque ni entonces ni ahora estuviera de moda.
Quizá la manera más actual de hacer vivo su legado sea precisamente lo vintage. Sentirnos apóstoles, enviados, de una Buena Noticia de Vida que no es nuestra, que tan solo se nos encomienda, para hacerla llegar a sus más originales destinatarios: los empobrecidos del mundo obrero, aquellas personas trabajadoras cuya dignidad está herida y que solo mediante nuestra samaritana projimidad, mediante nuestro amor hecho compromiso de vida podrán encontrar caminos de humanización. Los necesitamos en la Iglesia, para poder ser, de verdad, la Iglesia de Jesucristo, porque son ellos, las y los empobrecidos, quienes nos hacen de verdad Iglesia que vive lo que anuncia, que da testimonio de lo visto y oído.
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Consiliario general de la HOAC