Hablar de los derechos humanos me lleva a vivir una gran contradicción. Por una parte, la mera existencia de una declaración universal que los enumera, explica y defiende es signo de esperanza y de creencia en nuestra humanidad.
Pero, por otra, su continuo incumplimiento en tantas partes del mundo, incluido el nuestro, el supuestamente «desarrollado», me hace sentir vergüenza y dolor por pertenecer al género humano, en este caso inhumano, porque viendo lo que está pasando en el globo terráqueo nos hace caer en el pesimismo y derrotismo, incluso cuestionarnos el para qué sirve esa declaración. Me consuelo pensando que, si no existiera, las consecuencias serían aún más devastadoras que las actuales.
Disfrutar de estos derechos nada tiene que ver con sentarse a contemplar lo que hemos conseguido, pues siendo mucho e importante, falta su práctica real y generalizada, es decir, que se conviertan en verdaderamente «universales»: de toda persona y de todas las personas, sin distinción de ningún tipo, porque mientras una sola sufra su incumplimiento no haremos honor ni a este adjetivo ni al de humano.
Necesitamos entender que esta declaración, que es un bien y hace bien, hay que lucharla día a día, en la vida cotidiana, incluso mejorar esos derechos que se nos otorga con la exigencia de su cumplimiento y con la concreción en la realidad actual. Porque no se trata solo del derecho a una vivienda, un trabajo, una sanidad, una educación… sino también que definamos qué vivienda, trabajo, sanidad y educación… se requiere para vivir con dignidad y en libertad.
Estos derechos forman parte del bien común universal, contribuyen a sentirnos una comunidad mundial con capacidad para soñar, vivir la auténtica solidaridad y donde poder recuperar nuestra fe en la humanidad, en nuestra propia humanidad. ¡Aún queda margen para la esperanza!
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Militante de la HOAC de Canarias