Cuando quienes sufren la pobreza y la indiferencia social se unen, bulle la solidaridad y florece la creatividad.
Cuando quienes sienten que sus vidas valen menos que otras, que se les invisibiliza, margina y descarta, deciden aunar fuerzas para luchar contra la injusticia a la que se les somete, nace la esperanza. Cuando se organizan como movimiento, para que su voz sea comunitaria, revitalizan el sentido de pueblo; le dan profundidad a la palabra comunidad, devolviéndonos el sentimiento de pertenencia a la humanidad.
Este aporte, que nos regalan los movimientos populares que reivindican techo, tierra y trabajo, significa que quienes más soportan los embates del sistema capitalista son capaces de asumir su propio protagonismo y tratar de salir, colectivamente, del ninguneo al que les somete una economía sin alma.
Personas precarias, en economía sumergida, migradas, toman las riendas de sus vidas y asumen su responsabilidad social en la construcción de un mundo más humano y justo. Se acompañan, colaboran al cambio de mentalidad de una sociedad que, constantemente, olvida el respeto a la dignidad humana y vulnera los derechos humanos; revitalizan la vieja costumbre de hacer comunidad y hacerlo en comunidad; desde la diversidad desarrollan la capacidad de tejer una narración común, llenando de poesía y belleza la vida, la propia y las ajenas.
Su decidida participación en el ámbito social regenera la democracia, le da frescor y un buen baño de realidad, ahondan en las causas que provocan tanto dolor, se enfrentan a los poderes que destruyen la vida: la personal, la social y la natural.
Ellos encarnan el proyecto de Dios, construyen el destino común, reorientan nuestra humanidad y, a pesar de su sufrimiento, tienen la capacidad de amar y convertir su amor en justicia. Por eso hacen, seguirán haciendo historia por «como Él nos amó».
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Militante de la HOAC de Canarias

 
			 
	 
	 
	